Hola Charo,
PRIMERA PARTE:
Cuando era pequeña era gimnasta. Gimnasta de conjuntos, no individual. No era de las mejores pero sobresalía por mi cuerpo largo y estilizado, mis piernas flexibles y fibradas, mi delgadez natural.
Las demás tenían que hacer dieta para estar tan delgadas como yo y eso me daba un status frente a ellas.
Ese era mi poder, ese creía yo que era mi poder: haber nacido con un cuerpo hecho exactamente a la medida de la gimnasia rítmica, genéticamente inclinado a ser admirado por el resto, envidiado.
Pero eso que yo suponía mi gran virtud en realidad muy pronto empezó a ser mi gran debilidad.
Un día empecé a crecer. A crecer como no lo hacían las demás. A desarrollarme.
Pronto superé en altura a las de mi grupo, lo que implica un desastre porque en un conjunto todas deben ser iguales para no desentonar, para que todo sea más armónico, más equilibrado.
Yo empecé a ser la nota discordante, a no poder controlar mi cuerpo en los ejercicios que con esa altura se volvió más desgarbado, más torpe. Pasé a ser suplente: mi sitio ya no era mío porque mi cuerpo había cambiado y ya no era “el mío” tampoco.
Pronto empecé a ser incluso más alta que las entrenadoras. A tener los pechos más grandes que todas las demás.
El tamaño ya no se podía ocultar debajo del sujetador y el mallot. Perdí mi status.
Entonces empecé a comer más. Pero ya no pasaba lo que me pasaba antes: ahora engordaba.
Mis caderas se redondeaban y mi abdomen se hinchaba. Mis piernas esqueléticas empezaban a ser normales pero entonces a mí me parecían gordas y desproporcionadas.
La ansiedad por haber perdido el “superpoder” de mi cuerpo se manifestó ahí, en la compulsividad con la comida alternada con dietas para adelgazar. Y la báscula se convirtió en mi dueña, sólo si adelgazaba podría volver a mi cuerpo de antes y recuperar así la mirada y el reconocimiento de todas las demás.
Como no podía evitar comer porque la ansiedad era enorme, desarrollé pronto la habilidad de vomitar.
Durante casi 10 años de mi vida, y ya habiendo dejado la gimnasia, me pasé entre atracones y vomitonas. Mi identidad se había enquistado en ese lugar interno: si no eres delgada no eres nadie. Y efectivamente fui nadie. Nadie para mí misma: me ninguneaba, me juzgaba, me reprimía, me odiaba. Hasta que un día...
CONTINUARÁ
Un abrazo,
Rut |